Estos hombres lucharon,
me refiero a los abuelos de los abuelos,
y también encima de estas hazas se sembró la sangre.
La dura mano empuñaba las armas y herramientas.
Defendían la vida, la cosecha y sus escasos bienes.
Soldados y campesinos empeñados en una única tarea:
clavar la reja en tierra o el cuchillo en el enemigo.
Llevaban aquellos siglos en su entraña
la incursión armada y la sequía hostil.
Por el mar llegaba la tempestad
y la nave enemiga como una nube airada.
Anidaban en ellos el miedo y la rabia,
luchaban, se ocultaban, eran hombres valientes.
Tuvieron que hacer compatibles con el pesado trabajo
las horas de algazara, de risa y de amor.
La muerte los embestía por todos los lados, aclaraba
los espesos brotes. Era igual
morir de peste, de hambre, ahogados o en plena lucha.
Tal vez tenía la guerra otro prestigio.
Y aquellos hombres iban al combate. Ellos sabían
que al menos defendían una porción de tierra, una casa,
allí cerca,
el pan de todos, en la despensa o en la era,
y eso les decidía a morir.
Sin saberlo, aceptaban un secular martirio:
ni siquiera creían que aquello se pudiese acabar.
Y además los hombres se conocían luchando,
y es hermoso enorgullecerse de una ardorosa fuerza,
y las armas pueden adquirir un extraño fulgor en las manos.
El cop a la terra (1962)