¡Esta tierra alzada dentro del mediodía esbelto,
relieves, luz en la luz, serenamente!…
Los montes tienen en la cima
un poco de viento entre pinares
y todo el azul del cielo. Y otro día,
el aire, al fondo del torrente, era un pozo de silencio
y transparencia, y duras y soleadas
las veredas subían los peldaños de las hazas, los bosques,
y se ensanchaba la isla en el reposo.
Sólo un chorro lejano de agua entre rocas
rumoreaba, y cuando venía el canto del gallo
era cansado y pálido bajo el día
encendido y dilatado. Pero la tierra
ya colgaba su tramontana
de cinchas sobre el mar, y ya se sentía
el esfuerzo de piedra airada y conmovida
para afirmarse y dominar, elevada
todo el aro marino de los horizontes:
extendida vastedad, con lentas olas
y espumas en el labio, estrechando la cintura
de los peñascos que se arraigan en un mundo azul e incógnito.
Una vela era un pétalo cálido sobre el cristal
del agua, y la gaviota ascendía hasta la cima
su dorso de alas estiradas,
en reposados giros, contra la mar suspendidas.
La isla, en el corazón denso y estrecho,
lleva la azul canción de los horizontes.
Es distancia la mirada entre la roca;
la mar se adormece bajo caminos de calma,
laberinto vasto y pálido de un mito ya olvidado.
Cerca, entre hierbas claras, piedra, arena,
el pez encuentra un reflejo náufrago al sol.
Las playas se abandonan, brillantes, desperezadas,
en el diminuto asalto de ola y de brisa.
Hay niños, o recuerdo de niños, al lado fresco
del agua, entre el júbilo rompiente. Pero al atardecer
quedaba solo el mar, abandono y sombra,
trágica inmensidad. El mar estaba vivo,
hasta las negras simas de silencio, en la noche;
respiraba, enviaba su salobre y húmedo
amargor desde el frío de su golfo. La memoria
de la infancia escuchaba la voz de la mar. Ya duermen
los pájaros dentro de las rocas. Sólo vela el viento, la mar
sobre la cual se eleva, la libertad surcada
ampliamente, el ge mido que queda entre las piedras…
Cuando el amor me poblaba el espíritu vigilante,
me pareció ver un anochecer de verano, e inmenso añoro,
sobre el chorro de luna caído olas allá,
un camino de belleza y de misterio
para ir a la más alta locura donde se confunden
desesperanza y gozo en un clamor infinito.
Buques de otros veranos, de días sin memoria,
de ciudades derruidas, surcaban un mar
no más joven que hoy. Veían riberas abruptas,
puertos tentadores. Naucleros derechos en el timón y esclavos
cansados sobre los remos miraban tiernas hazas,
pinares entre rocas, surgidos de la aurora,
y sentían la dulzura de humanas voces, gritos
animales, de reposo, de caminos en silencio,
a lo largo de la isla. ¡Oh hueca extensión de oleadas
activas, de combate! Mirad cómo prosiguen,
frescas aún, en una primavera telúrica.
Están ahora verdes, campos de trigo, follaje de árboles,
con rumor tierno, a solas con la luz y la brisa.
Ocultan el esqueleto polvoriento, la corteza dura,
en una juventud de ligera virtud.
Es también primavera la flor, el pájaro, el lamento
amoroso, el lamento que hiere la dichosa
extrañeza de un mundo maravillado,
la clara, imperturbable y ajena belleza.
¡Sentimiento solitario, extendido entre un desierto
de sal y transparencias!
Ya la ciudad en sombra, en vivo reposo, ascendía,
ceñida de distancias, de paz, de encantamiento,
con muros y campanas colgando sobre la mar,
con las calles de piedra y gritos de criaturas.
Posible era entonces un pensamiento de amor,
profundo espejo con flores caídas de la tarde,
o el milagro mismo ante los ojos
del paso de un cuerpo donde se olvidaba el mundo,
esperada sorpresa que ofrecían los días,
como una fruta de oro al fondo del oscuro follaje
que la oculta o la ofrece, tentación del brazo,
con el leve movimiento donde el aire se insinúa.
Calla el viento un instante, toma nuevo aliento,
nueva embestida, llega, y la larga presencia
remueve y doblega los árboles, que gotean.
Llueve, dentro de la noche; y lluvia y viento, al mismo tiempo,
son un concierto sobre la tierra oscura
que me trae un recuerdo perdido de la infancia:
cuando, al anochecer, estando en casa, miraba
cómo caía tras los cristales la sonora
lluvia en la calle oscura, sólo alumbrada
por una luz sacudida en una esquina,
rojiza; y algún hombre, únicamente,
transitaba, presuroso; su fuerte paso
resonando entre las piedras, que con la lluvia
estaban mojadas y brillantes… En casa
había un dulce bienestar; cansado del día,
reposaba en el amor, cerca de mi madre.
Oh aquel primer florecer de una rama crecida
contra un viento de belleza y presagio,
el niño silencioso al que apresaba los ojos
el ávido adolescente como una fuente súbita.
Una nueva inquietud le estremecía.
Sobre la tierra veía
otros hombres, sus hermanos,
la mano en el viejo arado, en el martillo,
o reposando bajo una luz de fiesta
profundizada de ángeles en solidaria escuadra.
Veía alejados en un mar completo,
al pie de la oscilante arquitectura
rosada de unas velas,
los marineros que el corazón sereno entregan al viento.
Veía doncellas como brisas ligeras,
como brotes que remueve la primavera,
donde escoger un amor que por los bosques venía,
que venía sonoro como una lluvia densa.
Veía su propia mirada perdida en lejanías,
como una lejanía veía el amor presente,
quería porque traía una vida clara
sobre la palma de las manos,
porque quiere más amor, el amor, y se giró
a escuchar una canción hecha de palabras
que intuía, ahora, sin pensar
concretadas, y era bella, y se percató
de que sólo para él tenían un sentido
aquellos sonidos, que sólo él se detenía a escucharlos,
y que eran una brisa de pájaros matinales,
entre dos sostenido.
No contenía el dédalo de balcones,
de cal con cielo y pétreas murallas
un ansia que quería espacios ms libres,
un campo posado al fondo de la alta calle,
una curva de hazas, descendida blandura,
al otro lado de la rígida orilla
donde brevemente reclinaban su flanco los claros barcos:
la amplia tierra removida y delicada
que con verdores asediaba, aliada de la ola,
la ciudad confiada que sus portales abría.
Una sangre antigua y solitaria
poblaba de una vida diferente
aquella tierra, gastada horizonte de mis ojos,
que por caminos y sierras se alejaba.
Numerosa, repartida por los llanos, hasta las sierras
y su margen boscosa y recóndita extensión,
una sangre antigua y solitaria
se doblegaba encima, en un esfuerzo regido
por lunas periódicas y bellas,
por el giro del sol, que vuelve al tiempo
de aradas y simientes, de lluvias y largas noches
regresando lentamente de los días bien abiertos
sobre una madurez cálida y amarilla
de mieses embestidas por las hoces en balanceo.
¡Oh mundo desconocido de plástica armonía,
con reflejos de una herramienta limada por la tierra,
o de una cruz dorada sobre un pecho femenino,
dentro de un resol, dentro de un torbellino festivo,
del cual súbitamente acudía la magia
de una palabra despierta con gusto antiguo y nuestro!
Canciones que se desprendían de una ausencia de tardes,
como milagro detenido y luminoso que ignora el Tiempo,
traían a mi primavera más tierna
unas flores de perfume alucinante,
y por ellas recibía oscuros mensajes
de voces que me esperaban más allá de los años,
surgidas en el alma de la tierra profunda.
Todo un pueblo inquieto en su costumbre,
de viejo porte, con antiguas fiestas y aurorales palabras,
me esperaba a la salida de mi sueño infantil,
y los vivos destellos que la canción me abría
eran duras imágenes de sombra y luz
en un sueño agitado.
Yo amaba las imágenes y las palabras puras,
por el sueño y en la senda donde la vida se alarga.
¡Ah la dulce costumbre de unas voces entre los labios,
respondiendo a las voces hermanas que me llegan,
sobre este silencio, sobre este polvo
de las lenguas profundas,
con el acallado, unánime asentimiento de los ámbitos!
¡Ah, la palabra densa, escogida en un sueño, una espera,
que busca las palabras precisas que le acompañen en el verso,
y concuerdan, todos juntos, y un claro sentido extraen,
y crean como una música con el corazón y la tierra!
Sí, yo también cantaba, pleno de amor o de sombras.
Ya lo sé, Señor, que hay dolor, miedo, angustia, muerte.
Pero yo apreciaba la vida e incluso,
a menudo, lo que tenía de pecado y bajeza.
Apreciaba la vida y, de la vida,
este estremecimiento de milagro en las cosas,
tal como un sueño bello que huye con la llegada del día,
tiernamente añorado y con un dejo feliz,
compañero de algunos recuerdos a los cuales, al fin y al cabo,
se ha de renunciar. Ya lo sé, vosotros, amigos todos.
Pero yo perseguía una sombra por la tierra.
Sí, la vida entera, real; y, de cuando en cuando,
una voz, un deseo, un sueño inalcanzable,
poesía, amor, algo, una búsqueda vaga
del gran bien con que nos tentaban, imposibles, los seres;
y, al mismo tiempo, un tesoro incompartible,
fugaz, mío y que habría querido
dar a todos… Y es esta sospecha,
buscada inútilmente por el mundo, y sobre el mundo
nacida, y como por el mundo nutrida, lo que me sabe mal
abandonar. Todo este gran anhelo
y todo el amor que he aprendido,
¿se puede fundir con el último latido de un corazón de barro?
¿Eras Tú, Dios final, lo que buscaba,
en mi pasar más puro entre las cosas?
Els béns incompartibles (1947-1951)